Cada verano, la historia se repite con una crueldad matemática. El humo vuelve a teñir el cielo de El Bierzo y la Cabrera, y los nombres de siempre resuenan en las noticias: Ponjos, Oencia, Molinaferrera. No es mala suerte, es una condena. Durante más de tres décadas, estas zonas de la provincia de León se han convertido en el epicentro de una catástrofe silenciosa, un círculo vicioso de llamas que devora paisaje, futuro y memoria.

Una cicatriz que no cierra
Lo que ocurre en estos pueblos no son incendios aislados, sino un problema crónico. Hablar del fuego en Ponjos, una pedanía de Oencia, o en Molinaferrera, perteneciente a Lucillo, es hablar de miles de hectáreas calcinadas a lo largo de los años. El último gran susto en Ponjos arrasó más de mil hectáreas, reabriendo una herida que apenas había comenzado a sanar del desastre anterior. Son fuegos que se convierten en lo que los expertos denominan ‘megaincendios’, cada vez más virulentos e incontrolables.
Estos eventos recuerdan a otras grandes tragedias medioambientales de la provincia, como el devastador incendio de Castrocontrigo en 2012, que se llevó por delante casi 12.000 hectáreas, o el de La Cabrera en 2017, con otras 10.000 hectáreas convertidas en ceniza. El paisaje, antes un mosaico de robles, sotos de castaños y matorral, se transforma en un desierto negro y grisáceo donde la vida tarda décadas en volver.
¿Por qué siempre se queman las mismas zonas?
La respuesta a esta pregunta es compleja y dolorosa. El principal combustible de estos incendios es el abandono. La despoblación ha dejado los montes sin quien los cuide, sin ganado que limpie el sotobosque y sin la agricultura tradicional que actuaba como cortafuegos natural. Los pueblos envejecen, los jóvenes se marchan y el monte se vuelve un polvorín.
A este cóctel se suma la mano del hombre. Muchos de estos fuegos son intencionados, avivados por conflictos de intereses, venganzas o simplemente por la acción de pirómanos. La orografía abrupta de la zona dificulta enormemente las labores de extinción, permitiendo que un pequeño foco se convierta en un monstruo incontrolable en cuestión de horas.
El coste humano y ecológico
Más allá de las cifras de hectáreas, está el impacto real. El fuego destruye la biodiversidad, empobrece el suelo hasta hacerlo estéril y aumenta el riesgo de erosión y riadas. La economía local, a menudo ligada a la apicultura, la caza o el turismo rural, sufre un golpe del que es difícil recuperarse.
Pero la peor parte es la pérdida de vidas humanas. El recuerdo del brigadista fallecido en 2012 durante las labores de extinción en Losadilla (Castrocontrigo) sigue muy presente. Cada incendio es una amenaza directa para los habitantes de pequeños núcleos rurales que ven cómo las llamas se acercan peligrosamente a sus casas.
¿Qué se puede hacer para evitar estos incendios?
La solución no pasa únicamente por tener más medios de extinción, aunque son cruciales. La clave está en la prevención y en un cambio de modelo para el mundo rural. Es fundamental invertir en la gestión forestal sostenible durante todo el año, apoyar la ganadería extensiva y crear oportunidades para fijar población en los pueblos. Según datos del Ministerio para la Transición Ecológica, la prevención es la herramienta más eficaz para combatir los incendios.
Sin una apuesta decidida por el medio rural, que aborde el reto demográfico y ponga en valor el monte, el mapa negro del fuego en León seguirá creciendo. Ponjos y Molinaferrera son solo el síntoma de una enfermedad profunda que necesita un tratamiento urgente antes de que la próxima generación solo herede cenizas.